Argentina, viernes, 6 de enero de 2012
Todos los que matan a Matías
A Matías Berardi lo asesinaron, el martes de la semana
pasada, según dicen hasta el momento los investigadores, los miembros de una
familia que lo habían secuestrado para pedir 500 pesos de rescate: atrocidad
injustificable que merece la más enérgica condena. Pero no fueron sólo ellos
quienes terminaron con la vida de este chico de 16 años. A Matías lo asesinaron
los vecinos, que lo vieron correr desesperado pidiendo ayuda pero, como era
perseguido por otras personas que gritaban que les había robado (luego se
sabría que eran sus secuestradores), no intervinieron para asistirlo.
También lo asesinaron los periodistas que instalan en el
imaginario del público la idea de que los jóvenes son los responsables de todos
los problemas de inseguridad. El remisero que no dudó en huir cuando vio al
joven acercarse a su automóvil con intenciones de abordarlo también lo asesinó.
Lo mataron además quienes vieron cómo Matías era finalmente
interceptado por un automóvil, subido a golpes, y no hicieron nada para
evitarlo. También lo mató la policía, que alertada “porque un menor intentó
asaltar a un remisero y luego fue subido a un auto”, hizo un breve recorrido
por el barrio y se retiró. A Matías lo mató la clase media, que construye
bunkers rodeados por doble alambrado electrificado para subrayar las
diferencias entre un adentro habitado por los buenos ciudadanos y un afuera
infectado de “malvivientes”.
Matías murió por ser un adolescente. Cargó, por un instante
breve y fatal de su vida, con el estigma que cargan miles de adolescentes como
él, que continuamente son agredidos, despreciados, maltratados, humillados, por
los buenos ciudadanos que pagan sus impuestos y que reclaman airadamente bajar
la edad de imputabilidad, endurecer las condenas (como si ser un adolescente de
clase baja sin futuro ni ilusiones no fuera condena suficiente), que no salgan
nunca más de la cárcel.
Existe otro Matías. Lo conozco. Está cumpliendo una
probation. No vive en un barrio privado, no juega rugby, no asiste a un colegio
bilingüe. Es morocho. Todos los días sale a vender productos de limpieza por la
calle. Y casi todos los días la policía lo para, lo obliga a ponerse contra la
pared, le hace abrir las piernas, someterse a la requisa, abrir su mochila,
dejar caer su mercadería, soportar que se la pateen y juntar lo que queda de
ella sin decir una sola palabra, porque, al menor atisbo de protesta por el
atropello, pueden llevarlo a la comisaría por “resistencia a la autoridad”.
Cualquier conflicto le haría perder la probation y podría derivar en su
detención. El sabe que no puede reaccionar ante el funcionario policial; no
puede defender su derecho a querer darle un curso diferente a su vida, a ganar
honestamente el sustento de su familia. Debe callar y juntar del piso su
mercadería pisoteada.
Los que creyeron que el otro Matías era un ladrón
consideraron justo que fuera perseguido por sus presuntas víctimas y empujado
al interior de un auto. A nadie se le ocurrió que, aun cuando hubiera cometido
un delito, debía ser protegido de la persecución justiciera. Es más, si hubiera
sido un ladrón, y sus víctimas, como ha sucedido, hubieran hecho “justicia” por
mano propia, el discurso social ante la muerte del chico hubiera sido muy
diferente. Los homicidas hubieran sido considerados casi como héroes.
Difícilmente se hubiera establecido su responsabilidad y en el caso de que
fueran identificados, un buen abogado habría logrado probar el “estado de
emoción violenta” y así la inimputabilidad.
El otro Matías trata de sobrevivir en un medio que le es
hostil y, cuando le pregunto qué necesita, contesta: “Una vida nueva”. Con este
Matías, intentamos aún reparar todo el daño que se le ha hecho; que pueda algún
día ilusionarse, desear, imaginar una vida en la que pueda andar libremente por
la calle, trabajar, ir a bailar, sin tener que agachar la cabeza cuando la
mirada del otro le dirige desprecio y burla.
* Psicoanalista. Perito psicóloga en una defensoría
oficial del conurbano bonaerense.
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